“El mayor peligro para los gobiernos es querer gobernar demasiado”.
-Conde de Mirabeau-
La historia ha conferido a los griegos el título de padres de la
democracia, aunque no se cumpliera de manera pura por aquellos
habitantes del Peloponeso. Mientras los helenos ejercían el modelo
parlamentario de Platón acuñado en su obra “La República”, los
espartanos eran sometidos a un sistema de férrea dictadura.
Desde aquellos tiempos, pasando por el modelo feudal donde el poder
político se concentraba en la “voluntad divina” de un rey apoyado por
temerosos miembros de la nobleza, y siguiendo con el modelo de Karl Marx
plasmado en su obra “El Capital”, en la cual las leyes de la dialéctica
generarían un nuevo sistema dirigido por la clase obrera llamada la
“dictadura del proletariado”, como hasta el día de hoy prevalece el
capitalismo de libre mercado utilizado hasta por regímenes totalitarios y
comunistas como el chino, la política ha estado en todas partes y es
causa y consecuencia de múltiples cambios sociales y económicos en todo
el planeta.
En fin, la política es un arte complejo que en ocasiones se torna en
un juego retorcido que afecta a todos quiérase o no. Es por ello que,
ante los escenarios actuales de las contiendas de intereses políticos,
que indudablemente impactarán en la sociedad en su conjunto, les invito a
dar un paseo por uno de los episodios de la civilización que es
referente por excelencia por sus aportes a la humanidad en todos los
órdenes del quehacer de gobernar: el imperio romano.
En este período de la historia, cada vez que fallecía un emperador la
tradición era que el Senado celebrara su “apoteosis” a través del cual
se le confería estatus divino y culto propio. Sin embargo, si el
“imperatur” había sido objeto de desprecio, ese mismo Senado podía
elegir lo contrario, menospreciarlo en vez de enaltecerlo, mediante la
figura que se conoce hoy en día como “damnatio memoriae”, donde se
obviaban las ceremonias, se borraban todas las inscripciones públicas
-proceso conocido como “abolitio nominis”-, se raspaban las pinturas de
sus retratos, sus monedas acuñadas y derribaban sus estatuas, negándole
así el acceso al cielo. Tal era el destino de los gobernantes malvados,
los impopulares o los desafortunados.
Algo parecido se trató de hacer luego de la caída de la dictadura de
Trujillo, cuando no solo se intentó demoler lo malo de su régimen, sino
también sus buenas obras. Sin embargo, ese “abolitio nominis” no ha sido
efectivo con la figura del Generalísimo gracias a algunos malos
gobernantes que le han sucedido en el poder en más de media centuria,
cuya permisividad ha permitido la pérdida de nuestros valores cívicos,
la invasión haitiana descontrolada y sistemática, excesivo endeudamiento
externo, altos niveles de criminalidad y una corrupción generalizada en
el Estado, cosas que no ocurrían en aquel gobierno.
Los emperadores -gobernantes- con visión de estadistas no ponían el
ojo en el viaje sino en el destino: la sucesión, pues la historia
imperial les enseñaba que la ambición desmedida de algunos césares era
más poderosa para que el civismo romano la domara, que al final estos
caían de manera estrepitosa y Roma se vería gobernada por un sucesor
repentino aun más ambicioso, hasta que llevaron a la destrucción del
mismo imperio. Tal fue el caso del emperador Calígula, que en su
ambición por controlar todos los poderes del Estado imperial atemorizó,
corrompió y “cualquierizó” el Senado, y su caída del poder degeneró en
la figura de un Nerón.
En sus inicios, Cayo Julio César (Calígula), era depositario de un
catálogo de virtudes, que al paso del ejercicio del poder y rodeado de
aduladores infestados por la codicia y la maldad más retorcida, lo
desviaron de sus sueños de recuperar la gloria de Roma y rescatar el
nombre de su padre, el gran general Germánico, para terminar siendo la
versión oscura de Alejandro El Grande.
Entre esos personajes aduladores encontramos a Cayo Calisto, un
liberto -esclavo emancipado-, quien luego de enriquecerse en base al
tráfico de influencias por ser del círculo de confianza de Calígula,
terminó conspirando y traicionándole con su tío Claudio, para garantizar
su supervivencia y mantener su opulenta fortuna mal habida.
Otra figura destacada fue Vespasiano, quien fue sable de Calígula
para domeñar el Senado, los cónsules y la clase ecuestre, en fin, los
músculos y el esqueleto del imperio.
Con este ambicioso y recio personaje, que decapitaba a la nobleza
romana más rancia tal como un jardinero poda aquellas plantas fértiles
con igual entusiasmo que las malezas, el emperador Calígula logró en un
principio culpar de sus desafueros a ese personaje, mientras a los ojos
del populacho daba la impresión de que las clases altas se mataban entre
sí, logrando temporalmente que se mantuviera su popularidad entre el
resto de la población romana.
El fin trágico de Calígula, hijo adoptivo del emperador Tiberio y
descendiente directo del gran César Augusto, fue ejecutado por su mismo
círculo íntimo y su propia familia, no solamente hartos de sus excesos y
haber agotado todas las herramientas de persuasión para que rectificara
su política de Estado, sino más bien, porque se presentó el gran dilema
de si continuar la destrucción del Senado y la clase dirigencial del
imperio o salvar a Roma de convertirse en una dictadura al estilo
oriental como Macedonia.
Otros cercanos se recordaban del período del emperador Tiberio, y qué
hubiera sido de Roma de no haber existido cónsules independientes y un
Senado vigoroso que la protegiera de sus excesos o votara en contra de
sus peores desvaríos. Entonces, la situación era elegir entre dejar
convertir al emperador en un dios-rey, sin oposición, o restaurar la
democracia violada de un Senado en ruinas para salvar a Roma.
En efecto, por esa falta de visión de estadista, y catalizada por las
mismas ambiciones personales de los más cercanos y familiares, Calígula
fue traicionado y asesinado por su círculo íntimo de hombres y quedado
completamente solo, desatándose de inmediato una lucha de poder que
degeneró en el ascenso al trono del pirómano emperador Nerón, quien
llegó a incendiar a aquella Roma gloriosa que tanto trataron de salvar
algunos pocos sensatos.
En nuestra historia contemporánea podemos ver casi la repetición del
escenario anterior, cuando por las ambiciones desmedidas de perpetuarse
en el poder y vulnerar las instituciones para esos fines, degeneraron en
la instalación de una dictadura de más de treinta años, terminando ese
régimen por la conspiración, traición y posterior asesinato ejecutado
por el mismo círculo íntimo y familiares del dictador.
Como ya sabemos, la historia nos relata que finalmente prevaleció la
unidad de Roma, para asombro de sus enemigos, por la simple lógica de
que la suma de las partes es más poderosa e importante que una porción
individual que desea eternizarse como un dios viviente, pues la
verdadera deidad era la eterna capital de Rómulo.
Finalmente, y a modo de reflexión, los políticos experimentados no
ignoran nunca que la historia si no se aprende de ella es capaz de
repetirse, por lo que nos atrevemos a afirmar que la historia es una
poderosa herramienta que tenemos los seres humanos, capaz de instruir la
experiencia y poder corregir o evitar a tiempo los errores que otros
han cometido en el pasado, pues como decía el escritor francés FranÁois
Mauriac: “Los hombres de Estado son como los cirujanos: sus errores son
mortales”.
¡Salvemos a Roma!